Columna por Javier García Moritán publicada en el medio Innovar Sustentabilidad.
Todos decimos que hay que ir hacia esquemas más cooperativos que competitivos, pero no siempre lo llevamos a la práctica. Pienso especialmente en el ámbito de la inversión social privada, la responsabilidad social y la sustentabilidad y en particular, en las asociaciones de “segundo grado” desde las que representamos a otros a través de una membresía.
Claro, con todas las necesidades que las organizaciones perseguimos simplemente para sostenernos, nunca alcanzamos el momento de pensar cómo crecer en tanto ecosistema. ¿A qué nos referimos? A cómo extender nuestra representatividad para un desarrollo más sostenible; cómo facilitarle la tarea a los asociados que participan de múltiples membresías con objetivos similares y cómo construir una infraestructura que potencie la identidad particular de cada uno y traccione, al mismo tiempo, cambios sistémicos.
Como en toda lógica colaborativa se trata de que cada uno ceda un poco para ganar todos en el largo plazo. Los recursos son escasos y más cuando competimos por ellos. Es que desde el paradigma de la competencia alguno podrá obtener una ventaja por sobre el otro en lo inmediato, pero todos perdemos al final del camino.
Y aquí es necesario preguntarnos: ¿no es el bien común el fin de nuestras aspiraciones? ¿no buscamos todos acaso la transformación de una sociedad más inclusiva, con instituciones fuertes, que transite hacia una economía que equilibre los negocios con un desempeño ético? ¿No son los Objetivos de Desarrollo Sostenible el norte de nuestras actuaciones? Pues si la respuesta es positiva, estamos ante una enorme oportunidad para eficientizar nuestra gestión.
Un nuevo ecosistema
¿Qué objetivos debiera perseguir una nueva red de organizaciones por la sostenibilidad? En primer lugar, debería tomar los desafíos que hoy no estamos pudiendo resolver por separado e identificar qué sí podríamos hacer colectivamente. Después, adquirir la representación institucional necesaria para incidir en políticas públicas y atraer recursos de cooperación internacional de forma colaborativa.
Asimismo, este nuevo ecosistema de la inversión social debe distinguir a cada institución en su propia singularidad. No se trata de amontonar organizaciones, sino más bien de pensarnos como un nosotros estratégico que potencie la misión de cada uno. Si llevo adelante iniciativas de voluntariado, por ejemplo, pero no es mi enfoque de trabajo prioritario ¿por qué no lo hago a través de una organización afín que tiene al voluntariado como eje de sus intervenciones? ¿Si los temas de derechos humanos no son el pilar de mi misión, por qué no coopero codo a codo con quién sí lo identifica como fundamental? Y así con cada vertical, sea el desarrollo local, la salud, la educación, el cuidado del ambiente, los temas de compliance o los negocios inclusivos, por solo citar algunos.
La hora de la incidencia
Somos muchas las organizaciones que estamos convencidas de que la mejor interlocución que pueden tener las compañías privadas y sus fundaciones es aquella que las posiciona primero como actor social (y no solo productivo o económico); pues desde allí cobra vigor su potencialidad para incidir.
Lo que nos proponemos es constituirnos en un actor imprescindible para los gobiernos cuando necesiten acordar decisiones de Estado: que no se haga solo con los gremios, los movimientos sociales, la Iglesia o alguna cámara empresarial, sino que se identifique también a un sector privado institucionalizado en torno al triple impacto (económico, social y ambiental).
Desde ese rol pueden impulsarse, a su vez, instrumentos innovadores de política pública, ya sean exenciones o incentivos para alguna actividad, en relación al compromiso que pueda evidenciarse respecto del bien común. Es decir, las empresas que tengan un buen desempeño ético, social y ambiental serán alentadas a profundizar sus compromisos y se subirá la vara, como oportunidad, para aquellas que no lo hubieran previsto hasta entonces.
Que el remedio no sea peor que la enfermedad
Hay una idea bastante extendida en el contexto de la inversión social que dice que es mucho más efectivo invertir en un proyecto específico, que ser parte de una organización abocada a lo sistémico. Es verdad que no es lo mismo llevar al territorio una iniciativa que pagar una cuota social. Una pareciera tener un impacto directo y la otra definitivamente lo alcanzaría de forma mediata.
Entendiendo, como autocrítica, que en ocasiones desde las cámaras, asociaciones y afines hayamos podido actuar con poca eficacia, son precisamente estas organizaciones las que pueden crear las condiciones para que los cambios más necesarios sucedan ¡y se sostengan! Que el remedio no sea peor que la enfermedad: que no abandonemos las organizaciones de segundo grado, sino que las transformemos; que no dejemos de participar en espacios colectivos, por más intrincados que a veces sean sus procesos, sino que los hagamos más eficientes. Las instituciones por más inflexibles que pudieran parecer, no son más que aquello que nosotros, personas individuales, hacemos de ellas todos los días.
De aquí la necesidad de crear un nuevo ecosistema de inversión social: actuar como verdadera “infraestructura” superando los abordajes particulares para lograr el impacto que todos buscamos. En otras palabras: realizar esa grandeza que le pedimos a otros (que acuerden) y dejar pequeños egos de lado, para que lo que dejemos, en última instancia, sea una huella que conduzca al desarrollo.