Por Javier García Moritán, Director Ejecutivo del GDFE
Hasta hace poco, existía un consenso claro sobre el rol del sector privado para el desarrollo: además de crear riqueza, se esperaba que gestione las expectativas de sus públicos de interés en base a criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ESG) y alineara su impacto al negocio.
Desde este enfoque, todo parecía susceptible de mejora. Cada proceso ofrecía a las empresas la oportunidad de avanzar en la agenda verde, asumir mayores compromisos en la comunidad, diseñar nuevas políticas de género o acelerar la digitalización, por citar algunos. El estándar estaba dado y el camino hacia la sostenibilidad bien trazado. Más allá del estatus particular de cada empresa, se presentaban múltiples oportunidades para optimizar su desempeño.
¿Puede este mismo escenario casi ilimitado de innovación advertirnos que podríamos estar en la antesala de un modelo agotado?
Cuando el pasado 9 de noviembre unos trescientos referentes del sector privado, sociedad civil y gobierno pulsaron sus respuestas en la dinámica de la Jornada Anual, proporcionaron mucho más que datos para una encuesta. Se expidieron sobre cómo creen que el sector privado puede aportar más valor a la sociedad. La abrumadora preferencia por la “acción colectiva” nos lleva a preguntarnos si esta tendencia sugiere, por un lado, el llamado a abandonar el individualismo como método y, por otro, el nacimiento de una vanguardia aspiracional para abordar los desafíos del territorio.
¿Qué cambió? Desde la evolución de la filantropía corporativa en los años 90 hasta la Responsabilidad Social Empresarial (RSE) y la Sustentabilidad en las primeras décadas del siglo XXI, se establecieron mecanismos para que cada empresa evaluara su impacto y gestionara los aspectos éticos, sociales y ambientales vinculados a su actividad. Además, con la introducción del “análisis de materialidad” la empresa decide sus prioridades de sostenibilidad a través de un proceso de consulta con sus stakeholders.
Sin embargo, esta evolución virtuosa ofrece una contracara no siempre a la luz. A pesar de que cada vez más empresas adoptan un diálogo abierto y genuino con sus públicos de interés, el eje de esas conversaciones gira en torno al impacto empresarial en sí: sea para medirlo, clasificarlo o gestionarlo. Aunque el proceso sea honesto e iterativo, se ve limitado por una lógica unidireccional que, en el mejor de los casos, solo considera “cómo afecto” o “dejo de afectar” al entorno en el que opero.
Aquí radica el límite de este modelo lineal. La envergadura de las crisis actuales, que son multidimensionales e incluyen pobreza y desigualdad, emergencia climática y debilitamiento de las instituciones democráticas, demanda herramientas diferentes. Pues si bien es loable incluir el impacto en todos los procesos, centrarse en la parte en lugar del todo puede actuar como anteojeras: angostando la mirada y haciéndonos perder de vista el contexto que nos convoca, nos conforma y nos confiere identidad.
Hablamos de ser allí donde los límites entre lo público y lo privado se vuelven difusos. La vida social, de institucionalidad porosa y contestataria de los bordes jurídicos, es a la vez germen de la interdependencia y la interrelación.
El “individualismo como método” o la “profundización del propio modelo”, por su parte, es tan capaz de cumplir con los resultados que se propone, como incapaz de que estos modifiquen realidades consolidadas. En otras palabras, si hay algo que nos enseña el cambio sistémico –bien expresado por la Gestalt—, es que la suma de las contribuciones individuales, de cada empresa o fundación, es insuficiente para resolver los problemas estructurales. Si de verdad queremos vivir en una sociedad con más oportunidades, debemos reconocer que no basta con lograr las mejores certificaciones o tener el programa de sustentabilidad más reconocido.
Pues aún si otras empresas alcanzaran un buen desempeño y profundizaran su foco de inversión social, es tan grande la dispersión de esfuerzos que ese modus operandi solo podría hacer la diferencia en Escandinavia. ¿Podemos en nuestras comunidades fracturadas desperdigar recursos y energías en temas tan variados por empecinarnos con el propio impacto? ¿Tiene sentido dedicar esfuerzos de manera descoordinada en territorios afectados por problemas monumentales a brindar becas escolares, promover inclusión financiera, prevenir accidentes viales, apoyar a la biblioteca, lanzar proyectos de economía circular o emprendimientos sociales?
La idea de que solo alineando esfuerzos podemos impulsar el desarrollo sostenible nos lleva a considerar lo multiactoral. Este enfoque comienza cuando las instituciones reconocen su papel en la promoción del bien público y acontece allí donde terminan sus responsabilidades formales. Por más dificultades que represente la asociatividad, no hay acción más esencial y a la que se subordine todo lo demás que levantar un objetivo común.
Por este motivo la acción colectiva no se reduce a “hacer cosas juntos” o a concebir la articulación como fin en sí misma. La eficacia transformacional estará dada si somos capaces no solo de identificar un eje estratégico prioritario, sino de co-construir una misión que nos implique.
Abrazar una misión común supone la elección de una meta suficientemente ambiciosa y que por ello no puede alcanzarse individualmente. Ese es el camino por el que la humanidad logró “poner al hombre en la Luna” hacia fines de los sesenta y tras una revolución colaborativa de más de cuatrocientas industrias y sectores que respondieron a esa convocatoria multiactoral. O en Latinoamérica, el caso de Medellín que redujo en un 96,3% la tasa de homicidios en dos décadas cuando en 1991 era la ciudad más violenta del mundo. O Sobral, el municipio brasileño que pasó del puesto 1336 al 1° en calidad educativa, en diez años, venciendo el abandono escolar y logrando que todos los estudiantes se gradúen con los conocimientos adecuados para la edad.
La acción colectiva es la razón de ser del Laboratorio Público-Privado en la Argentina para movilizar lo mejor de las empresas, las organizaciones de la sociedad civil y los gobiernos en cada una de las ciudades donde interviene. Es el desafío que asume la Mesa de Incidencia en Educación al reunir la mejor inversión social privada de fundaciones y empresas líderes ya no movidas por impulsar el mejor programa individualmente sino convergiendo en torno a un objetivo superador. Es la propuesta de Finanzas para el Bien Público de crear mejores instrumentos de financiamiento para la sociedad civil y las empresas más comprometidas.
En suma, la acción colectiva es la alternativa que emerge con contundencia desde el ecosistema de la inversión social y es la tarea para la que el GDFE se pone al servicio. Antídoto contra la polarización, vehículo para reconstituir el tejido social y argumento para encontrar pluralmente la manera de darnos a nosotros mismos las soluciones a los males sociales que nos aquejan.